Un verano en Combarbalá
Si me hicieran dibujar el lugar donde
las papas queman, dibujaría Combarbalá.
Como olvidar cuando Combarbalá
fue trendic topic y todos se burlaban diciendo que era un pueblo fantasma. Para
mí, hasta hace unos meses también lo era, lo conocía de nombre por mi abuelo que fue nacido y mal criado ahí. Abuelo que estuvo años pidiéndome que fuéramos
de paseo a la bendita ciudad extrema (porque no puede ser calificada de otra
manera que esa) para siempre responder con un rotundo ¡NO! Excusándome con que
el viaje era muy pesado (porque las cuestas son hermosas (?) ) y porque “algo” creía en aquellas frases de
“o te vai’ a morir de frío o te vai’ a morir de calor”. Mi abuelo se aburrió de
proponerme el viaje a sus raíces y la vida hizo su trabajo para obligarme a ir
a las Combarbalás, game over.
La primera vez que fui a
Combarbalá fue en abril, un mes donde según yo el tiempo estaría a mi favor.
Mentira. Los termómetros estuvieron intactos marcando hermosos 35º. La segunda
vez fue peor, fui en julio y supe de verdad lo que era el invierno con un bello
viento cordillerano que me hizo hasta ahora decir que fue el momento del 2014
donde sentí más frío. La tercera vez es ésta, en enero y con el verano en su
pleno apogeo.
El verano en Combarbalá es una
mezcla de cosas, entre los 40º diarios, los preparativos del clásico y sus
particulares eventos, porque es necesario decirlo, estuve un par de días y hubo
festivales, peñas y cosas varias que por lo menos aquí en Ovalle ni rastro.
Pero de lo que me interesa hablar
es de los carretes. La noche combarbalina, alejada del sopeo diario y aquello
como la mejor de las excusas para el
disfrute juvenils. Las opciones son
variadas porque hay hartos cerros y espacios místicos donde sacarse uno y jurar
de guata ver todas las constelaciones juntas. También está el espacio casa (que
todas me parecen parcelas) donde se comparte con los amigos y se termina un poco en lo mismo que lo dicho anteriormente.
Pubs no hay muchos pero entretenido tenerlos a la vuelta del esquina sin
necesidad de tomar locomoción. Y lo último: la discoteca. Algo que merece todo
mi respeto en el buen sentido de la palabra.
Partiendo por lo básico, todas y
cada una de las fiestas que se hacen son publicitadas hasta por altoparlante, y
no me río porque hay harta buena llegada y porque le apruebo la pega al que
está haciendo de RR.PP, un wn que no le veo pinta de estar lucrando pero que se
la juega tanto así, que te pone una micro a lo más estilo aquelarre para que
asistai’ a HEAVENS (nombre de la discoteca) y te bailes un reguetón donde
probablemente el diablo perdió el poncho.
Eran las 00:15 a.m y partía la
micro que gratuitamente te llevaba a la disco, 20 minutos de viaje por unos
caminos de tierra que ni mi abuelito hubiese encontrado, mucho lolerío de 18-19
años con su mejor pinta, tomando, fumando y un chofer muy calmo que hacía de
tío conductor y te decía a qué hora partíamos de vuelta (pa qué cachis nomas’).
Por fin llegábamos a nuestro lugar de destino nos, una casa de madera muy al estilo sede comunitaria con buenas luces, buena máquina de tirar espuma (los cabros invirtieron), un guardia de seguridad (mish), un dj con fruity loops y un animador que anima a que te pegues un buen meneo, total nadie lo iba saber (fuera de combarbalá eso sí, porque de que estaba todo el pueblo metido ahí, lo estaba).
Por fin llegábamos a nuestro lugar de destino nos, una casa de madera muy al estilo sede comunitaria con buenas luces, buena máquina de tirar espuma (los cabros invirtieron), un guardia de seguridad (mish), un dj con fruity loops y un animador que anima a que te pegues un buen meneo, total nadie lo iba saber (fuera de combarbalá eso sí, porque de que estaba todo el pueblo metido ahí, lo estaba).
Y por la suma módica de dos mil
pesos logramos acceder a la entrada que te vendía una señora que con mucha cara
de presidenta de los apoderados te hacía sentir en la mejor fiesta de tus 15
años. Cuando entramos ya sonaba en el
interior la nueva escuela del reguetón, esa que deja fuera a un mentado daddy
yankee y dónde ni en tus sueños iban a poner la gasolina o el llamado de
emergencia. Lo curioso es que las disgustadas éramos sólo nosotras, porque el resto, coreaba hasta en jerigonza las benditas canciones.
Nos sentimos viejas y poco aptas para el perreo, no disfrutamos como el resto
de chocar el hueso, eran las 3 a.m y queríamos irnos, sí, claro, en colectivo.
Y es ahí donde vuelvo a felicitar al que organiza el eventillo. Porque si no te
gustó, cagaste, te tienes que quedar hasta el final porque no hay forma de
regresar.
Estuvimos matando el tiempo
conversando, mirando el techo y luego volviendo a la pista con un grupo
pachanguero que tocó cerca de dos horas (los guachiperrys). La cosa se puso graciosa,
cuando se bajaron del escenario y aparecieron nuevos artilugios que me dieron
risa, como el espacio que se abría dentro para venderte completos (bajón al
lado de la pista, qué mejor). Luego vinieron los 2 minutos de música
electrónica, que por un instante me hizo volver el alma al cuerpo, pero duró
poquito por las pifias que hicieron que el dj volviera a poner reguetón. Y por
último la espuma, mucha demasiada, todos corriendo a ponerse al lado de cañón
que la tiraba, y nosotras arrancando, arrancando de quedar con el pelo como
gloria Trevi sin el alisado “perfecto”.
Hasta que por fin dieron las 4.30
am. Todos corriendo por una pendiente de tierra para que el tío conductor no
nos dejara abajo. Logramos subir y me deleité en el camino con la guerra civil
de gritos entre loros y juveniles (algo así como la u y el colo), gritos de los
que no tenía ni puta idea, pero que me dejaron clarito que el clásico de básquetbol
es casi como lo que es el superbowl para los gringos. Y llegamos. No salvé la
entrada, pero salvé las risas.
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