De Terremotos
El año 1997 yo tenía siete años,
y en mi mente los terremotos eran motos que pasaban muy rápido levantando mucha
tierra; aquella hubiera sido mi respuesta si alguien me lo hubiera preguntado.
El 14 de octubre de ese mismo año
comprendí que las motos efectivamente eran muy rápidas, tanto así que me habían
dejado en el suelo de la puerta de la cocina de mi casa, asustada, sin entender
absolutamente nada.
En mi casa a las 10 de la noche sintonizábamos canal
trece, ese día transmitirían bravo bravísimo, mi papá había llegado temprano
del trabajo, algo que para nosotros era inusual, mi mamá cambiaba de pañales a
mi hermana de unos pocos meses de nacida.
Tuvimos un día igual que otro, pocas horas jugando en la calle con las
amigas del barrio y mucho antes haciendo unos jarrones de greda de la cultura
diaguita que quedaron secando en los estantes de mi sala del colegio.
En pocos segundos el televisor en
blanco y negro quedó suspendido, mientras mi repisa llena de peluches caía
sobre la cama. Debe haber sido la primera vez que sentí un peligro distinto,
que nada tenía que ver con las primeras caídas en bicicleta o con esas caídas
en el colegio que me dejaban las rodillas sangrando. Esto era algo distinto. Era
un peligro mayor, en comunidad, mi familia estaba mal y toda la gente que
estaba cerca, también.
Mi mamá rezó dos padrenuestros y
el movimiento aun no terminaba. Creí que nunca más volvería a ver a nadie si el
poste de luz caía sobre mi casa y me aplastaba. Pero se detuvo. Estábamos ahí,
a oscuras. Deseaba ser el bebé que mi mamá cargaba en los brazos.
El año 2015 yo tenía 25 años y en
mi mente de Profesora de Historia sabía que los terremotos eran producto de los
movimientos de las placas tectónicas y sabía que vivía en Chile, probablemente el país más
propenso a sufrir eventos de este tipo.
El 16 de septiembre de ese mismo
año comprendí nuevamente que la naturaleza y su capacidad nos vuelve inútiles y
diminutos en cuestión de segundos. Me sentí más pequeña de lo que soy y no
comprendía cómo aquellos seres humanos que todos los días me desafían dentro de
la sala de clases se sentían tan temerosos como yo.
En pocos segundos el cachimbo
quedó en silencio y una masa de gente desesperada huyó raudamente por los
pasillos del colegio. Aquel día había sido un día normal. Todos teníamos
mentalmente planeadas las celebraciones de fiestas patrias. Celebraciones que quedaron perdidas en el
polvo en suspensión y en ese cielo tétrico que decoraba con el mismo terror de
ese movimiento que parecía nunca acabar.
Me abracé con una mujer
desconocida y ambas desde esa fe que pocas veces se deja asomar resolvimos
rezar, ella a jehová y yo a Jesús. Creí no volver a ver a nadie mientras nuevamente un poste de la luz se mecía como un papel frente a mí. Pero todo se detuvo. Estábamos ahí. Deseaba ser el chico de al lado que era abrazado por
su madre.
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