Siempre cargué con mis culpas



Ser adolescente nunca ha sido fácil, es el adolecer de infinitos sentimientos que muchas veces nos marcan para el resto de nuestras vidas. Los especialistas dicen que forjamos nuestra personalidad y concebimos el mundo más allá de nuestras narices.
Mi adolescencia estuvo marcada por los temores de la autoestima. Cargué por muchos años con el miedo a no encajar con lo físico. Me pesó mucho mi metro 50, a veces ser crespa, y a veces sentirme distinta al resto. Aquello sembró inseguridades. Pero mi personalidad  nunca las proyectó. Difícilmente alguien iba a pensar que yo cargaba con inmensas ataduras. Sólo cuando tuve mi primer pololeo, pude saber con exactitud de mis problemas, de esa falta de amor propio y donde necesitaba validarme a través de otra persona y cuidarla, porque probablemente nunca más, nadie se iba a fijar en mí. Ahí mismo, el resto lo supo junto conmigo. Verse vulnerable y ser manejada por un otro que yo quería. Esa fui yo durante cinco años.
Durante esos años y proyectando todo hacia el presente, siempre he tenido el defecto (ahora lo veo de ese modo) de cargar con responsabilidades en secreto. Muchos de los episodios que viví, los procesé sola, jamás le conté a nadie de mi familia lo que me estaba pasando porque eran mis decisiones. Yo quería pololear y experimentar situaciones que quizás no eran propias de la edad que estaba viviendo. Aquello implicaba hacerse cargo de todas las cosas que pasaran, desde haber tenido miedo a quedar embarazada, hasta ocultar la violencia física y psicológica que viví a muy temprana edad.
Dicen que todos los pololeos son distintos. Que hay personas que logran sacar la mejor parte de ti y que hay otros que sacan lo peor. Este fue el caso. Yo hice mi propio mea culpa. Pero mi carácter se enfrascó en una lucha con esa persona, era una competencia de quién era más fuerte. Tuvimos por años un círculo vicioso de peleas, luego venía mi silencio (no hablaba por días), para finalmente caer en una reconciliación que no era más que avalar una relación enfermiza que perduraba en el tiempo.
Los primeros años fueron públicos porque fuimos compañeros de colegio y de curso. Tuvimos una relación muy encerrada porque nos centramos sólo en los dos, pero a vista y paciencia de todo el mundo. Fueron innumerables las veces que peleamos delante del resto, como si fuera una relación de adultos que lleva mucho tiempo y complicaciones. Cuadernos e insultos volaron literalmente. Al principio muchos intentaron hacerme ver que esa relación de sana no tenía nada. Yo descarté a todos los que intentaron hacerme abrir los ojos, incluso justificando que él tenía problemas, que su familia, que sus trancas y que yo (cual salvadora), lo podía hacer cambiar.
La situación más compleja fue cuando el año 2006 cursando tercero medio y con apenas 16 años él se molestó con un compañero que trató de decir que yo insistentemente quería ir a su casa a hacer un trabajo, señalando dobles intenciones de mi parte. Todos nos reímos. Era un chiste. Pero él no lo entendió así. Recuerdo como si fuera ayer que en el último recreo me había pedido plata para irse en la micro. Cuando vi que estaba enojado y ya enfurecido por haberme negado a pedir disculpas por la situación, dándole incluso a entender que era muy feo que estuviera pensando que yo fuese una “ofrecida”, le dejé la plata sobre la mesa y agarré mis cosas para irme almorzar a mi casa. Mientras caminaba pensaba hasta cuando él iba a continuar con esas actitudes celópatas donde incluso me había manifestado que no era bueno que me riera con el resto porque aquello me hacía ver con coquetería.
Recuerdo pasos raudos detrás, una persona corriendo descontrolada, recuerdo personas que iban por la calle del frente mirando la escena, pero no haciendo nada. Mi pololo de la media, me agarró del pelo muy fuerte hacia atrás, no me quería soltar, me tiró las monedas y me insultó. No recuerdo bien qué dijo. Pero volvía a la situación de discusión y de la propiedad. Yo era suya. Se fue. Estallé en llanto. Más atrás venían mis compañeros. Nadie corrió a verme. Cargué con mis culpas. Otra vez.
Con mucha entereza logré tomar la micro. Me sequé las lágrimas. En mi casa nadie podía saber lo que me había pasado. Recuerdo haber quedado en blanco. Es la vez que más pequeña me he sentido en el mundo. Una sensación indescriptible. Una desolación. Una pena incurable con una marca profunda.
Cuando llegué a mi casa estaba mi abuela. Nuestra relación siempre fue mala. No existía ese vinculo maternal donde se intuyen las pesadumbres de los hijos. Me sirvió un plato de caldo. Yo comí con la cabeza agachada. Y en mi cabeza sólo pensaba: ME PEGARON EN LA CALLE.
Esa tarde fui al colegio. Un ambiente enrarecido había en la sala. Todos sabían lo que había pasado. Me senté atrás con otras compañeras. Pero nunca estuve ahí. Yo estaba en otro lugar. En una pena terrible. Como si solo mi cuerpo asistió ese día. Yo no estaba. Él, más adelante, solo. Terminó la clase y me fui a mi casa. Me encerré en mi pieza. No le conté a nadie.
Al día siguiente. El consejo era claro. Yo no podía permitir algo así. La relación debía terminarse. Nunca tomé esos consejos. Era tanta mi vulnerabilidad y mis propias inseguridades que para mí, todos podíamos equivocarnos y tener otra posibilidad. Sentí que nadie me entendió. Y desde ahí pasé a convertirme en una caricaturización de lo que es una mujer perdida que aceptó entre su llanto el “nunca más”. Me dijo que fue un arrebato. Yo lo perdoné y estando en la biblioteca del colegio lo consolé por sus trancas. Años más tarde comprendí que ese era el momento para haber dejado esa relación. Pero yo estaba tan sola que no hubo adultos ni psicólogos, ni profesores, ni nadie que me orientara. La fragilidad echa persona. La niña loca, dirán otros.
Después de aquel episodio, las cosas no cambiaron tanto. Las peleas continuaron, la violencia nunca más volvió a ser física, pero sí, se acrecentó el miedo a través de otros mecanismos que me llevaron a encerrarme en mi propio laberinto.
El año 2007 salimos del colegio y postulamos a diferentes universidades en La Serena. Yo con mi personalidad impulsiva y muy cegada, increpé a mi mamá y le dije que me iría a vivir con él al costo que fuera. Recuerdo que aquella oportunidad mi mamá lloró. Dijo que siempre yo hacía lo que quería. De vuelta le dije que yo había dado la PSU, que había quedado en la Carrera que yo quería. Mi mamá terminó aceptando. Si ella se hubiese enterado verdaderamente de cómo eran las cosas, jamás me habría dejado hacer algo así.
Llegamos a vivir a una pensión muy humilde de la población minas frente al parque Coll. A los dos nos quedaba relativamente cerca de nuestros campus. Al principio compartimos una misma pieza para ahorrar gastos. La pieza contaba con un camarote, una mesa y un escritorio. Nuestra relación según yo iba cambiar de aires. Había más madurez de por medio, y un proyecto afín. Pero nunca fue así. La vida se me puso de cabezas. Vivir discusiones y peleas en cuatro paredes hizo todo más tormentoso. Pasar a querer controlarlo todo, fue aun peor. Y volví a cargar con mis culpas porque creí que todas esas tendencias psicopáticas, eran producto de licencias que yo misma había permitido. Aguantarle desde borrar a contactos de Facebook, llegar a la hora que él me decía porque controlaba mis horarios, ponerme la ropa que él decía o parar en la esquina de la pensión a sacarme el labial rojo para que no viera que me maquillaba para ir a la U. Fueron los meses más terribles. Hasta que decidimos que fuera a vivir a la pieza del frente, necesitaba estar sola. Y me quedé entre mis cuatro paredes haciendo muchas veces caldo de cabeza. No sabía qué hacer. Pasé semanas sin comer, lloraba en la calle porque no quería que viera lo débil que estaba. Fueron esas semanas que creí que debía desaparecer o morir. Él no perdía oportunidad para recordarme que era una “maraca” por haberme ido a la disco con unos compañeros de colegio cuando no estaba. Le expliqué mil veces que nuevamente eran sólo amigos de la vida, que no había hecho nada malo. Me deshacía en explicaciones. Pero nunca lo entendió. Ese mes fue clave para tomar la decisión de terminar la relación. Uno piensa que cuando algo está por terminar, todo será más fácil. Sin embargo, fue peor su reacción. Yo pasé muchas semanas en casa de algunas amigas que me acogieron. No iba a la pensión. Y las pocas veces que estaba, él siempre me buscaba. Una vez recibí 300 llamadas perdidas. Yo no quería contestar. Había salido llorando nuevamente por una pelea.
Dejarlo me costó mucho trabajo. Debí haberlo hecho tres veces más menos. Hasta que resultó. Fue muy difícil el proceso mismo, porque en algunas oportunidades fue a mi casa a contarle a mi mamá su propia desilusión. Yo asumí mi rol de mala de la película, porque nadie supo lo que me pasó. Quería estar encerrada y sin comer porque sentía miedo de salir a la calle y verlo o encontrármelo. Me costó demasiado trabajo. Tuvimos las típicas recaídas. Accedí a conversar en varias oportunidades. Pero ya no había vuelta atrás. Yo me había ido de la pensión y le comencé a tomar el gusto de estar sola, salir, no ser controlada por nadie y empezar a forjar una personalidad que nunca construí en la media.
La última vez que nos vimos fue en una situación muy compleja. Él me vio en una disco de la playa bailando con alguien. Estaba muy ebrio. Y me sacó a empujones. Mis amigos me defendieron y yo me sentí pésimo. No creía capaz hasta donde pueden llegar las obsesiones. Ese día recuerdo haberle mandado un mail como a las seis de la mañana. Mi mamá por primera vez se enteraba de una situación así y llamó a sus papás diciéndoles que si se volvía a repetir lo iba a demandar.

La no culpa
Pasaron muchos años sin saber de él. Creo que recién el 2012 o 2013 tuvimos una conversación un poco más amable. Creo que fue un saludo de cumpleaños. Siempre dijo que estaba cambiado. Esas cosas yo no tenía como saberlas.
Viví con culpa muchos años. Me sentí responsable de todo. Por agrandada o por “chiflá” como me lo dijo tantas veces mi abuela. Por querer pololear a la fuerza. Me costó mucho tiempo darme cuenta por qué quise estar con una persona que me hizo sufrir tanto. De ningún modo, merecí los insultos o la violencia. Es la relación tormentosa de mi vida. Donde el amor de la adolescencia se lo llevaron los dramas de una adultez enfermiza. Me guardé por muchos años hasta hoy todo lo que sentí. No lloro al escribir, porque es un tema completamente superado en mi vida. Es la lección más grande, porque nunca más me permití que alguien me dañara. Aprendí a quererme y a ver hasta hace pocos años como esas inseguridades se esfumaron. Nunca más dejé que alguien me dijera que soy tonta. O que no soy bonita para todos. Nadie puede hacerte eso. Menos alguien que dice quererte. Que no le pase a nadie más. Que todas hablemos, pero cuando corresponda, no años después. Y que todas, por cliché que suene, encontremos ese ave fénix interior para ser una mujer de verdad. De esas bacanas, que no le deben nada a ningún hombre.









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